Las diez mejores películas de los años sesenta (lista revisada)*.


El buscavidas (The Hustler, 1961), de Robert Rossen.



Viridiana (1961), de Luis Buñuel.



El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford.



El gatopardo (Il gattopardo, 1963), de Luchino Visconti.



Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963), de Ingmar Bergman.



Gertrud (ídem, 1964), de Carl Th. Dreyer.



Andrei Rublev (Andrey Rublev, 1966), de Andrei Tarkovsky.



Persona (ídem, 1966), de Ingmar Bergman.



La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968), de Roman Polanski.



2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick.

*Las películas que integran la lista aparecen en orden cronológico.

Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952) de Vincente Minnelli.

“Hacer una película es como cortejar a una chica. La ves, la deseas y la sigues. Llega el gran momento. Luego, la desilusión. La tristeza después de filmar”.

Hollywood. Jonathan Shields (Kirk Douglas) es un productor de éxito capaz de cualquier cosa con tal de lograr lo que pretende. A través de tres personajes con los que se relacionó en diferentes etapas de su carrera, un director (Barry Sullivan), una actriz (Lana Turner) y un guionista (Dick Powell), conocemos los rasgos de su ambiciosa y megalómana personalidad.



Partiendo de una serie de anécdotas reales atribuidas a David O. Selznick, Val Lewton, Darryl F. Zanuck, Orson Welles, Jacques Tourneur o Alfred Hitchcock, entre otros personajes célebres del celuloide, el guionista Charles Schnee, sobre una historia original de George Bradshaw, escribió uno de los libretos más redondos del cine norteamericano de los años cincuenta. Vincente Minnelli se encargó de plasmarlo en pantalla de manera magistral, consiguiendo uno de los mejores filmes que sobre el mundo del cine se han realizado.


La película comienza con los fallidos intentos de Shields, quien permanece fuera de campo, de intentar comunicarse por teléfono con Fred Amiel, director de reconocido prestigio, Georgia Lorrison, actriz estrella, y James Lee Bartlow, guionista ganador del Pullitzer, para que participen en la que va a ser su nueva producción. Los dos primeros hacen como que no están, ignorando su llamada, mientras que el tercero le suelta un sentido “muérete” a través de la línea telefónica. ¿Qué les ha hecho Jonathan para que lo reciban así? Poco después, los tres son citados en las oficinas de la productora Shields, presididas por un antiguo escudo nobiliario, donde el viejo Harry Pebbel (Walter Pidgeon), productor ejecutivo, intenta convencerlos. Es entonces cuando, mediante tres largos flashbacks que abarcan la práctica totalidad del metraje, asistimos a la relación que Shields mantuvo con cada uno de ellos tiempo atrás. Ciertamente a los tres les jugó malas pasadas, pero ninguno sería lo que es en ese momento de no haber sido por él.

The Bad and the Beautiful expone los turbios tejemanejes sobre los que se cimenta la industria de Hollywood: fábrica de sueños, pero también de pesadillas. Allí, el poderoso Jonathan Shields, que asciende casi de la nada tomando su apellido como único punto de partida (su padre también había sido un conocido productor), ejerce de cacique que hace y deshace a su antojo. Es un tipo cínico, manipulador, soberbio, autoritario. Sin embargo, también sabe ser persuasivo cuando quiere, posee carisma y un gran talento para el negocio del cine. Lo mismo produce un filme barato de terror (La maldición de los hombres gato en clara referencia a La mujer pantera, de Jacques Tourneur) que una película de más de un millón de dólares. Es capaz de escribir un guión, moldear a una estrella o colocarse él mismo detrás de las cámaras para rodar una escena. Nada ni nadie se le resiste.


Kirk Douglas, que está realmente impresionante, encabeza un reparto de lujo en el que también sobresalen las composiciones de Lana Turner y Gloria Grahame. Esta última se llevó el Óscar a la Mejor actriz secundaria por interpretar a la frívola esposa del personaje de Dick Powell. Muy destacables son, asimismo, tanto la fotografía en blanco y negro de Robert Surtees como la elegante partitura de David Raksin. 

Lo dicho, obra maestra absoluta.


El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) de Baz Luhrmann.

“Su corazón se hallaba en constante y turbulenta agitación, temperamento creador, tenía un don para saber esperar y, sobre todo, una romántica presteza; era la suya una de esas raras sonrisas, con una calidad de eterna confianza, de esas que en toda la vida no se encuentran más que cuatro o cinco veces”.
(El gran Gatsby, Scott Fitzgerald)

Nueva York, años veinte. Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio) es un misterioso multimillonario que celebra fastuosas fiestas en su gran mansión de Long Island, a las que acuden individuos pertenecientes a los diferentes estratos de la sociedad neoyorquina. Vive obsesionado con la idea de recuperar a Daisy (Carey Mulligan), un antiguo amor que ahora es la esposa de Tom Buchanan (Joel Edgerton), un hombre rico de fuerte carácter. Para alcanzar su objetivo, se hace amigo de Nick Carraway (Tobey Maguire), corredor de bolsa novato, y primo de Daisy, que vive junto a su lujosa residencia.


Hay una cosa que me gusta de Baz Luhrmann: nunca engaña a nadie. Da igual que adapte a Shakespeare o a Fitzgerald, que  haga un musical o una película de aventuras, que lo alaben o lo vilipendien, porque siempre es coherente con su estilo sobrecargado, melodramático, colorista, artificial, carnavalesco y descaradamente gay. En The Great Gatsby, su último y ambicioso trabajo, consigue algo que a mi entender no resulta fácil: ser fiel al texto original manteniéndose fiel a sí mismo. Se trata de un filme espectacular, grandilocuente, excesivo; como las fiestas del propio Gatsby. Pero también es personal, literario y con un melancólico sentido del romanticismo. Justo lo que esperábamos.


La cinta está narrada por la voz en off de Tobey Maguire, sucedáneo fílmico del Nick Carraway fitzgeraldiano, que, en el interior de un sanatorio mental donde permanece interno debido a su frágil estado nervioso, rememora las vivencias experimentadas junto a Gatsby a modo de terapia. Luhrmann se apoya en la prosa de Fitzgerald, la cual transcribe de manera casi literal, para dotar al conjunto de una cohesión narrativa de la que, no obstante, tienden a escapar determinadas imágenes autocomplacientes. El ritmo es bueno, y la película, que se sigue con agrado durante sus más de dos horas de metraje, va ganando en intensidad dramática con el transcurrir de los minutos. La sólida interpretación de un magnífico Leonardo DiCaprio (cada día mejor actor) sostiene a la obra hasta en sus momentos menos convincentes. Lamentablemente, el resto del reparto, a excepción de Joel Edgerton (menudo vozarrón el suyo), está bastante por debajo de su nivel.

Tratándose de un trabajo de Luhrmann, huelga decir que su factura visual es impecable, destacando el lujoso diseño de producción y la colorida fotografía de Simon Duggan. Además, el autor de Moulin Rouge vuelve a hacer uso de música anacrónica (se escuchan temas de hip hop y música disco) para envolver su barroca puesta en escena.


En conclusión, sin ser la adaptación definitiva del clásico de Fitzgerald (probablemente ésta nunca se realice), El gran Gatsby, a pesar de sus carencias, constituye uno de los largometrajes más interesantes de un director que, a base de redundar en su aparatoso estilo, ha terminado por convertir los defectos de su cine en el sello inconfundible de sus películas.


Sátántangó (ídem, 1994) de Béla Tarr.

“En el este el cielo se despeja rápido como los recuerdos. Hacia el amanecer, lo rojo cubre el agitado horizonte. Como el mendigo de la mañana, que penosamente camina hacia la iglesia, el sol se eleva para dar vida a la sombra y para apartar cielo y tierra, hombre y bestia de la inquietante y confusa unidad en la que de manera inextricable se han entrelazado. Él vio la noche huir hacia otro lado. Sus elementos aterradores se sumergen sucesivamente en el horizonte occidental, como un desesperado, confuso y vencido ejército”. 

(Sátántangó, de László Krasznahorkai)

Se narra la decadencia de una cooperativa agrícola en las postrimerías de la Hungría comunista desde la perspectiva de los diversos personajes que la componen.


No me parece exagerado afirmar que Béla Tarr ha revolucionado el arte cinematográfico durante los últimos veinticinco años, y como todos los grandes revolucionarios, no lo ha hecho desde la nada, sino a partir de unas bases formales establecidas previamente por otros cineastas como Kenji Mizoguchi, Carl Theodor Dreyer, su compatriota Miklós Jancsó, Theo Angelopoulos o Andrei Tarkovsky. No obstante lo anterior, el director húngaro ha ido mucho más allá que cualquiera de ellos, extremando la concepción temporal de sus películas hasta alcanzar límites insospechados. Sátántangó, adaptación de siete horas y media de duración de la novela homónima de Laszlo Krasznahorkai, co-escritor del guión junto con el propio Tarr, es uno de los mejores ejemplos de su particular modo de entender el cine.


El filme que nos ocupa, una suerte de alegoría sobre el fracaso comunista, se articula en largos planos secuencia sublimemente coreografiados y no menos largos planos fijos que captan el paisaje lúgubre, fangoso y deprimido de la granja colectiva donde se desarrolla la acción. La cinta está estructurada en doce capítulos que, según parece, se corresponden con los pasos que conforman un tango europeo, de ahí su título original: El tango de Satán. Si bien la trama siempre avanza, aunque lo haga a cuentagotas, a veces retrocede temporalmente para ofrecer una perspectiva diferente (a través de otro personaje) de los acontecimientos ya expuestos. Es lo que se conoce como estructura narrativa traslapada, que se mueve hacia delante y hacia atrás convergiendo en algún punto del relato. Todo ello envuelto por la impresionante fotografía en blanco y negro de Gábor Medvigy.


Sátántangó retrata la incertidumbre y el deterioro que preceden al final de una época, la caída de un statu quo, lo que la emparenta con las posteriores Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) y El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011). Su plano final, en casa del doctor ebrio y obeso que protagoniza algunos de los pasajes más brillantes de la película, nos deja a oscuras, como ocurriría años después en la última de las obras maestras del cineasta magiar. Y yo me pregunto, ¿alguien encenderá la luz?



Las diez mejores películas de los años setenta (lista revisada)*.


Tristana (1970), de Luis Buñuel.



Luis II de Baviera, el rey loco (Ludwig II, 1972), de Luchino Visconti.



Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), de Ingmar Bergman.



El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice.



Barry Lyndon (ídem, 1975), de Stanley Kubrick.



El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), de Roman Polanski.



Taxi Driver (ídem, 1976), de Martin Scorsese.



Apocalypse Now (ídem, 1979), de Francis Ford Coppola.



Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979), de Werner Herzog.



Stalker (ídem, 1979), de Andrei Tarkovsky.

*Las películas que integran la lista aparecen en orden cronológico.

Larga es la noche (Odd Man Out, 1947) de Carol Reed.

“Donde no hay caridad no puede haber justicia”.
(San Agustín)

Tras escapar de la cárcel, Johnny McQueen (James Mason), miembro destacado del Ejército Republicano Irlandés, planea robar junto con sus socios en una fábrica para así sufragar su causa política. Sin embargo, el atraco no sale como había previsto; y Johnny, gravemente herido, se ve obligado a vagar por la ciudad huyendo de las autoridades.



Carol Reed anticipa en Odd Man Out, excelente y sombrío thriller de lectura moral basado en una novela de F. L. Green, buena parte de los hallazgos visuales de su obra maestra posterior, El tercer hombre (The Third Man, 1949), creando una pesadilla expresionista a partir del magistral juego de luces y sombras que le aporta la fotografía en blanco y negro de Robert Krasker. Los que en su día atribuyeron a Orson Welles los logros de la película de 1949, desconocían por completo el talento desplegado por Reed en el filme que nos ocupa. Afortunadamente, el paso del tiempo y una nueva hornada de cinéfilos adictos al DVD, se han encargado de colocar al realizador británico en el lugar que le correspondía.



Lo que en principio empieza como un thriller político más, con la preparación y ulterior ejecución del atraco a la fábrica, termina convirtiéndose en una especie de parábola sobre la falta de caridad en el mundo. Casi toda la acción transcurre a lo largo de una sola noche, la que sigue al robo, en la que el personaje al que encarna un dolido James Mason, herido de gravedad a causa de su enfrentamiento con uno de los empleados de la fábrica, tendrá que hacer frente a las duras condiciones climáticas (frío, viento, lluvia, nieve) y a la indiferencia de la mayor parte de los individuos con los que se va encontrando. Por unas razones u otras, principalmente por miedo a la policía o a los amigos del propio McQueen, ninguno le presta la ayuda que necesita. Más bien al contrario, intentan aprovecharse de su situación. Tan sólo la mujer que lo ama, la cual sale en su busca, tratará de salvarlo aun a sabiendas de que ello puede costarle la misma vida. En Larga es la noche, el amor se erige como único medio de redención de su atribulado protagonista.


La película alterna escenarios reales de Belfast con otros filmados en el interior de un estudio, imperando siempre el sentido laberíntico y expresionista de la puesta en escena.

Como curiosidad final, señalar que en 1969 Sidney Poitier protagonizó una nueva adaptación de la novela de F. L. Green bajo el título de El hombre perdido (The Lost Man). A falta de visionarla, recomendamos el redescubrimiento la magnífica obra de Reed.


Las diez mejores películas de los años cuarenta (lista revisada)*.


Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles.



La mujer pantera (Cat People, 1942), de Jacques Tourneur.



Dies irae (Vredens dag, 1943), de Carl Th. Dreyer.



Iván el terrible, Partes I y II (Ivan Groznyy-Ivan Groznyy II: Boyarsky zagovor, 1944-46), de Sergei M. Eisenstein.



Laura (ídem, 1944), de Otto Preminger.



Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945), de Marcel Carné.



Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946), de William Wyler.



Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), de Max Ophüls.



Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948), de Michael Powell y Emeric Pressburger.



Primavera tardía (Banshun, 1949), de Yasujiro Ozu.

 *Las películas que integran la lista aparecen en orden cronológico.

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