Las diez mejores películas de Akira Kurosawa.






Trono de sangre (Kumonosu jo, 1957).



Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954).



Rashomon (ídem, 1950).



Barbarroja (Akahige, 1965).



Vivir (Ikiru, 1952).



Dersu Uzala (ídem, 1975).



Yojimbo (Yôjinbô, 1961).



Ran (ídem, 1985).



El perro rabioso (Nora Inu, 1949).



El infierno del odio (Tengoku to Jigoku, 1963).

El perro rabioso (Nora Inu, 1949) de Akira Kurosawa.


“Los asesinos son como perros rabiosos. ¿Sabes cómo actúa un perro rabioso? Hay un poema sobre ello. Los perros rabiosos sólo ven lo que van buscando”.

Murakami (Toshirô Mifune) es un joven e inexperto policía al que roban su arma reglamentaria durante un trayecto en autobús. Obsesionado con recuperarla, sobre todo después de saber que ha sido utilizada en un delito, se unirá al encargado de investigar el caso, el veterano detective Sato (Takashi Shimura).


Aunque ensombrecido por la grandeza de su filmografía posterior, este soberbio thriller policíaco supuso la primera obra maestra de Akira Kurosawa. El perro rabioso, ejercicio fílmico de extraordinario rigor narrativo y tratamiento estético cercano al neorrealismo, ahonda en las desigualdades sociales generadas en el Japón de posguerra; sirviéndose para ello del disfraz claroscuro del cine negro. El dilema moral que la cinta plantea, tanto al espectador como a su protagonista, es el siguiente: ¿Dónde reside el origen del mal, en la propia naturaleza del individuo o en los condicionantes sociales y económicos que determinan la evolución de éste? ¿Acaso no son Murakami y el delincuente al que persigue las dos caras de una misma moneda? (ambos son jóvenes excombatientes a los que robaron su petate y el poco dinero que tenían en los bolsillos una vez finalizada la guerra) ¿No se está enfrentando el atormentado personaje principal con su reverso tenebroso, reflejo de lo que él mismo, dadas determinadas circunstancias, podría haber sido? He ahí la cuestión. Y también el drama.


La película se inicia con el primer plano de un perro rabioso sobre el que se suceden los títulos de crédito mientras de fondo se escucha la excelente banda sonora de Fumio Hayasaka. A continuación, presenciamos cómo Murakami relata a su superior, mediante un flashback, el modo en el que ha perdido su arma. Tras consultar a una conocida carterista, a la que atosiga hasta que consigue su ayuda, el policía se adentra en los bajos fondos de la ciudad con el objetivo de encontrar su apreciada Colt en el mercado negro. Son unos diez minutos de metraje, aproximadamente, en los que, sin apenas diálogos, Murakami recorre, ojo avizor, los rincones más sórdidos y peligrosos de la urbe a la espera de que algún maleante se le acerque para ofrecerle la compra de una pistola. Su hallazgo lo conducirá directamente hacia el que se ha hecho con el arma: un joven perturbado a causa de su mísera existencia, que acaba de cometer un delito de sangre haciendo uso de ella.

Kurosawa volvió a apostar por el dúo protagonista que tan buenos resultados le había dado en El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948): Toshirô Mifune y Takashi Shimura. Este binomio policía novel/policía veterano sería imitado hasta la saciedad en un sinfín de filmes ulteriores que no considero necesario enumerar.


En Nora Inu, el maestro nipón nos regala varias secuencias en verdad extraordinarias, como la que se desarrolla en el interior de un estadio de béisbol, de marcado cariz documental; la del tiroteo en la cabina telefónica del hotel, prodigiosa en cuanto a su concepción de la tensión y el suspense narrativos; o la asombrosa y embarrada persecución final. Hay algunas más, pero dejaremos que el lector las descubra per se.


Arte dentro del arte: la pintura en el cine de Tarkovsky.





Adoración de los magos de Leonardo da Vinci (en Sacrificio).



La Trinidad de Rubliov (en Andrei Rublev).



Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Durero (en La infancia de Iván).



Retrato de Ginebra de Benci de Leonardo da Vinci (en El espejo).



Paisaje de invierno con patinadores y trampa para pájaros de Pieter Brueghel (en El espejo).



Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel (en Solaris).



Autorretrato de Leonardo da Vinci (en El espejo).



El retorno del hijo pródigo de Rembrandt (Tarkovsky homenajea a esta pintura en el final de Solaris).

Cine y literatura: Lem y Tarkovsky, dos genios unidos por la solarística.



Stanislaw Lem (1921-2006).

   "La solarística, decía Muntius, es un sucedáneo de religión de la era cósmica, fe disfrazada de ciencia; el Contacto, el objetivo que pretende, no es menos vago y oscuro que el trato con los santos o el sacrificio del Mesías. Empleando fórmulas metodológicas, la exploración equivale a la liturgia, el humilde trabajo de los investigadores se traduce en espera de una epifanía, de una Anunciación, ya que no existen, ni deben existir puentes entre Solaris y la Tierra. Ese paralelismo obvio, al igual que muchos otros (falta de experiencias comunes, carencia de ideas transmisibles) es rechazado por los solaristas, de la misma forma que los creyentes rechazaban los argumentos que cuestionan su dogma de fe. ¿Qué es lo que espera la gente que suceda, una vez establecida la "conexión informativa" con los mares inteligentes? ¿Un registro de vivencias relacionadas con una existencia interminable, tan remota que no recuerda ni siquiera sus inicios? ¿La descripción de los deseos, pasiones, esperanzas y sufrimientos liberados durante los momentáneos partos de las montañas vivas? ¿La transformación de la matemática en existencia encarnada, y de la soledad y el abandono en absoluta plenitud? Todo ello constituye una amalgama de conocimientos intransferibles y si intentamos traducirlos a cualquier lengua terrestre, los valores y los significados pretendidos se perderán, quedándose para siempre al otro lado. En cualquier caso, los "fieles" no esperan ese tipo de descubrimientos, más dignos de la poética que de la ciencia, no; sin darse cuenta, lo que de verdad esperan es una Revelación que les explique el sentido del ser humano en sí. La solarística es, pues, un sepulcro de mitos ya fallecidos, una manifestación de añoranzas místicas que los labios humanos no se atreven a pronunciar en voz alta; su piedra angular, escondida en lo más hondo de sus cimientos, la constituye la esperanza de la Redención.
   Los solaristas no son capaces de reconocer que esta sea la verdad y se preocupan por evitar cualquier descripción del Contacto, que, en sus escritos, siempre se convierte en algo definitivo, mientras que, en los inicios, todavía dominados por la objetividad, se trataba sólo de un principio, una introducción, el comienzo de un nuevo camino, uno de tantos; sin embargo, tras su beatificación, se había convertido con el paso de los años en una nueva eternidad y un nuevo paraíso". (Solaris)

Imágenes del rodaje de Solaris (1972).






















Blancanieves (2012) de Pablo Berger.


Érase una vez, en la ciudad de Sevilla, allá por los años veinte del pasado siglo, una niña huérfana llamada Carmencita (Sofía Oria) que quedó a merced de su madrastra, la malvada Encarna (Maribel Verdú), tras la grave cogida sufrida por su padre, el célebre matador de toros Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho). El tiempo transcurrió, indiferente a su desgracia, y la pequeña Carmencita, ya convertida en Carmen (Macarena García), decidió continuar los pasos de su progenitor y se hizo torera. “Blancanieves” fue el apodo que le pusieron los seis enanitos que siempre la acompañaban. 


Genial, castiza y, por momentos, siniestra versión del famoso cuento de los hermanos Grimm que supone la segunda película del cineasta bilbaíno Pablo Berger después de la interesante Torremolinos 73 (2003). El filme, mudo y rodado en un extraordinario blanco y negro, recoge la esencia de los mejores trabajos de Edgar Neville en su deslumbrante e imaginativa fusión de expresionismo estético, humor negro, fantasía y sátira social. Como algunos, los mal informados, tacharán a la cinta de oportunista a raíz del éxito obtenido recientemente por The Artist, es importante señalar que el proyecto de Blancanieves se concibió con anterioridad a la eclosión de la oscarizada obra de Hazanavicius. Y en comparación con ésta, no sólo no pierde, sino que se eleva como un producto mucho más artístico y personal, al no quedar reducido a la mera condición de homenaje cinéfilo.


Partiendo de los elementos argumentales básicos del relato de los Grimm, aunque aquí el espejo mágico y el príncipe no aparezcan (no al menos en un sentido estricto y literal), Berger enriquece la trama de su película con referencias a otros cuentos como La Cenicienta o La Bella Durmiente, además de incidir en los arquetipos folclóricos de la cultura andaluza (corridas de toros, religión añeja, flamenco, cortijos, sevillanas, estampas de la capital hispalense…). Blancanieves se sitúa entre el surrealismo buñueliano y las representaciones goyescas, para terminar siendo un arrebatador y original pastiche que culmina de un modo hermosísimo: entre viejas barracas de feria que recuerdan al Tod Browning de Freaks.

La escasez de intertítulos favorece una narración puramente visual, articulada mediante un montaje brillante. El uso de primerísimos planos y planos detalle nos retrotrae al cine de Eisenstein y al de los pioneros maestros soviéticos, mientras que los complejos ángulos de cámara y la abundancia de picados y contrapicados remiten al expresionismo alemán. La excelente fotografía de Kiko de la Rica y la gran banda sonora de Alfonso de Vilallonga, contribuyen a redondear un filme de enorme belleza y fuerza expresiva. 


En el apartado actoral, destacan la irresistible candidez de Sofía Oria y la pérfida presencia de una Maribel Verdú que se come todos y cada uno de los planos en los que aparece.

Blancanieves invita al espectador a soñar despierto, a ser un niño durante un par de horas y a seguir creyendo en la magia del cine. Es por ello que constituye uno de los títulos más estimulantes e inspirados de la cinematografía española de los últimos tiempos.

Las diez mejores películas de Ingmar Bergman.







Persona (ídem, 1966).



Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963).



Fresas salvajes (Smultronstället, 1957).



La hora del lobo (Vargtimmen, 1967).



El silencio (Tystnaden, 1963).



Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972).



La vergüenza (Skammen, 1968).



Saraband (ídem, 2003).



El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957).



Como en un espejo (Säsom i en spegel, 1961).

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