La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick.


En un futuro indeterminado, Alex (Malcolm McDowell) y sus inseparables “drugos” Georgie (James Marcus), Dim (Warren Clarke) y Pete (Michael Tarn), pasan su día a día bebiendo leche-plus (una mezcla de leche y drogas) y cometiendo actos de ultraviolencia consistentes en apalear a vagabundos, violar a chicas y pelearse con otras bandas. Tras un brutal asesinato, Alex es recluido en prisión y sometido al innovador método Ludovico, con el que se pretende erradicar sus pulsiones criminales. 


Celebérrimo y polémico título de Stanley Kubrick que adapta la homónima distopía futurista publicada en 1962 por el escritor británico Anthony Burgess. Al literato no le convenció la traslación de su obra a la gran pantalla, sobre todo por la decisión del director neoyorquino de no incluir el capítulo final, en el que Alex se reinsertaba socialmente. El filme, algo envejecido en cuanto a su estética, aunque de indiscutible vigencia intelectual, cuestiona hasta qué punto un estado democrático y de derecho puede coartar la voluntad y conducta del individuo en pos del bien común sin caer en el totalitarismo. ¿Les suena aquello de apelar a la seguridad colectiva a fin de recortar derechos? 


Desde un punto de vista técnico y visual, la película resulta brillantísima. Su portentosa y precisa puesta en escena (inolvidable el aspecto del bar lácteo Korova), unida a la magistral utilización de un buen número de recursos cinematográficos (el zoom hacia fuera, la cámara en mano, el gran angular, el ralentí, la cámara subjetiva, la aceleración de escenas…), hacen que su visionado suponga una auténtica lección fílmica.

Malcolm McDowell transmite a la perfección el carácter repulsivo de su personaje, ese Alex DeLarge ultraviolento y ferviente admirador de la música de Beethoven, cuya voz en off nos acompaña, a nosotros sus “hermanos", a lo largo y ancho del relato. El actor quedaría para siempre estancado en el rol de personajes perturbados.

Haciendo honor a su melomanía, el autor de Barry Lyndon selecciona exquisitas piezas clásicas como las oberturas de La urraca ladrona y Guillermo Tell, ambas de Rossini; la Marcha Pompa y circunstancia de Edward Elgar; la Novena sinfonía de Beethoven o la Marcha fúnebre de la reina María de Purcell. Es una lástima que se cometa el “sacrilegio” de presentar algunas de estas obras versionadas en clave de sintetizador setentero por parte de Walter (luego Wendy) Carlos.


Terminaré la reseña rememorando el que, a mi entender, constituye el momento más impactante e icónico de la cinta. Me refiero, claro está, a las escenas en las que Alex, envuelto en una camisa de fuerza y coronado por un extraño aparato con alambres que cuelgan, es obligado, puesto que no puede apartar la mirada, a “videar” una serie de imágenes atroces que se suceden en una pantalla mientras un doctor no para de verter sobre sus ojos gotas que le provocan náuseas.

Las diez mejores películas de Clint Eastwood.






Sin perdón (Unforgiven, 1992).



Million Dollar Baby (ídem, 2005).



Bird (ídem, 1988).




Mystic River (ídem, 2003).



Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995).



Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993).



Gran Torino (ídem, 2008).



El intercambio (Changeling, 2008).



J. Edgar (ídem, 2011).



El sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986).

Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010) de Zhang Yimou.


República Popular China, años sesenta. En plena Revolución Cultural, Jing (Dongyu Zhou), hija de un derechista encarcelado, es enviada a una lejana comarca rural para su “reeducación”. Allí conoce a Sun (Shawn Dou), un joven del que se enamora y que pertenece a una importante familia afín al régimen.


Bajo el espino blanco, de cuyas ramas colgaron héroes y del que según se cuenta brotan flores rojas, se oculta un tierno relato de amor que trasciende el espacio y la memoria.

Hacía mucho tiempo que el cine no nos regalaba una historia tan hermosa, ingenua y delicada como la que aquí nos presenta el director chino Zhang Yimou, quien tras varios años dedicado a la realización de películas más espectaculares que satisfactorias, parece haber regresado a la senda poética e intimista que caracteriza a sus mejores trabajos. 

Amor bajo el espino blanco, adaptación de la exitosa novela de Ai Mi, supone un oasis de sensibilidad en medio del desolado y repetitivo panorama fílmico actual; un destello de calma y sabiduría que aflora de manera inesperada en un terreno poco dado al cultivo de propuestas personales y artísticas.


La acción se desarrolla en un contexto convulso y radicalizado, como es el de la Revolución Cultural iniciada en China en 1966 por Mao Zedong, líder del Partido Comunista. Este acontecimiento sociopolítico de fuerte carga ideológica, defendía la vuelta a los ideales prístinos de la Revolución, aunque en realidad, bajo su soporte intelectual, apenas podía disimular una encarnizada lucha por el poder que acabó desembocando en un culto hacia la personalidad del propio Mao. Yimou no incide demasiado en la definición de ese marco histórico, sino que más bien lo utiliza para acentuar las dificultades, por cuestiones sociales y de pensamiento, que entraña una relación como la que mantienen Jing y Sun. Ambos forman parte de una nueva generación ajena a las disputas, heridas e intereses del pasado. 

El filme se estructura en una serie de capítulos culminados con fundidos en negro e intertítulos que muestran el paso del tiempo. La narración es siempre serena, sin sobresaltos, apareciendo punteada  en sus momentos más dramáticos por la preciosa banda sonora de Chen Qigang. Los minutos transcurren entre encuentros furtivos, ilusionadas esperas, gestos desinteresados, sinceras palabras, zambullidas en el río y paseos en bicicleta. Todo es pureza, lirismo y emoción en esta cinta de enorme belleza. Quizá el final resulte demasiado triste para un espectador que ha empatizado durante casi dos horas con sus entrañables protagonistas. Pero, ¿acaso no es así esta efímera existencia?


Sorprendente interpretación de la debutante Zhou Dongyu en un papel lleno de frescura e inocencia por el que consiguió el premio a la mejor actriz en la pasada Seminci de Valladolid.

No lo duden, si en verdad les gusta el buen cine, no dejen de ir a ver esta gran película.

Cine y literatura: Strindberg, Bergman y Persona.


“Cuando se tienen veinte años, uno cree haber resuelto el enigma del mundo; a los treinta reflexiona sobre él, y a los cuarenta descubre que es insoluble”. (August Strindberg)


Por todos es bien sabido que el escritor y dramaturgo sueco August Strindberg ejerció una notable influencia artística e intelectual sobre su compatriota Ingmar Bergman. En cambio, lo que muchos no saben, es que el autor de Fresas salvajes se inspiró en una de sus piezas teatrales, La más fuerte (Den starkare, 1888), para elaborar el guión de Persona, probablemente su filme más importante. La más fuerte es un intenso monólogo, de los más brillantes de la historia del teatro, protagonizado por dos mujeres: una que no para de hablar y otra que no dice nada. ¿Les suena? A continuación publicamos el texto íntegro de Strindberg para que saquen sus propias conclusiones.

August Strindberg (1849-1912).

Personajes:

SEÑORA X, actriz, casada.

SEÑORITA Y, actriz, soltera.

Decorado:

Rincón de un café para señoras: dos mesitas de hierro, un sofá de terciopelo rojo y unas sillas.

(La Señora X entra vestida de invierno con sombrero y abrigo, llevando una elegante cesta japonesa al brazo)

(La Señorita Y está sentada ante una botella de cerveza a medio beber leyendo una revista ilustrada que luego irá cambiando por otras)


Señora X. – ¡Amelia, tú por aquí! ¿Qué tal estás, querida? ¡Sentada en tu rincón sola el día de Nochebuena, como una pobre solterona!

Señorita Y (levanta los ojos de la revista, asiente con un gesto y sigue leyendo).

Señora X. – Me duele de verdad verte sola, ¿sabes?, aquí en este café el día de Nochebuena. Me duele tanto como el banquete de boda que vi una vez en un restaurante de París… la novia estaba leyendo una revista humorística mientras el novio jugaba billar con los testigos. ¡Hum, pensé, si empiezan así, buen final les espera!

¡Jugando al billar el día de la boda! ¡Y ella, me puedes decir, leyendo una revista humorística! ¡Bien, pero hay una diferencia!

(La camarera entra, pone una taza de chocolate delante de la Señora X y sale.)

Señora X. – ¿Sabes una cosa Amelia? ¡Ahora estoy convencida de que hubiera hecho mejor si no hubieses reñido con él! ¿Recuerdas que yo fui la primera en decirte: “perdónalo”? ¿Te acuerdas? Ahora podrías estar casada y tener un hogar. ¿Te acuerdas de lo feliz que te sentías las Navidades que pasaste con tu novio en la casa de campo de tus padres? ¿Recuerdas con qué entusiasmo cantabas la felicidad del hogar y no querías más que dejar el teatro? Sí, Amelia, sí, no hay nada como el hogar –después del teatro, claro– y los chicos, ¿sabes? ¡Bueno, eso no puedes entenderlo tú!

Señorita Y (gesto de desprecio).

Señora X (toma unas cucharaditas de chocolate, abre luego la cesta y le enseña los regalos de Navidad). – ¡Ahora te voy a enseñar lo que les he comprado a mis corderitos! (le enseña una muñeca) ¡Mira! ¡Es para Lisa! ¡Fíjate, abre y cierra los ojos y mueve la cabeza! ¡Qué cosas hacen! Y esta pistola de corcho es para Maya (la carga y dispara contra la Señorita Y).

Señorita Y (hace un gesto de horror).

Señora X. – ¿Te asustaste? ¿Pensaste que iba a matarte? ¿Ah, sí, sí lo creíste? ¡Pues sí, estoy segura de que lo creíste! Si tú quisieses matarme a mí, no me sorprendería demasiado, porque yo me crucé en tu camino –y sé que eso no lo olvidarás nunca–, aunque fui completamente inocente. Tú sigues creyendo que te echaron del Gran Teatro Principal por mis intrigas. Pero no fue eso. ¡Yo no intrigué para que te echasen, aunque no lo creas! ¡Bueno, da igual lo que te diga, porque seguirás convencida de que fui yo! (saca un par de zapatillas de andar de casa bordadas.)¡Y esto es para mi maridito! Con tulipanes. ¡Y bordados por mí! Yo odio los tulipanes, claro, pero él quiere tener tulipanes por todas partes.

Señorita Y (levanta la mirada de la revista, irónica y curiosa).


Señora X (mete la mano en cada zapatilla). – ¡Fíjate qué pies tan pequeños tiene Bob! ¿Verdad? ¡Si vieses con qué elegancia anda! ¡Tú no lo has visto nunca con zapatillas, claro! (la Señorita Y suelta una carcajada) ¡Mira! ¡Así anda! (ella hace caminar las zapatillas por la mesa).

Señorita Y (se ríe a carcajadas).

Señora X. – Y cuando se enfada, ¿sabes?, patalea con su piececito así: “¡Cómo!

¿Cuándo van a aprender esas malditas criadas a hacer el café? ¿Y esto? ¡Ya han vuelto esas cretinas a cortar mal la mecha del quinqué!”

Y cuando hay corriente y se le quedan los pies fríos: “¡Caramba, qué frío hace! ¡Y esas imbéciles aún no saben siquiera mantener el fuego en la estufa!”

(Frota la suela de la zapatilla con la parte de arriba de la otra).

Señorita Y (se ríe a carcajadas).

Señora X. – Y cuando llega a casa y se pone a buscar sus zapatillas, que Mari ha puesto debajo del armario… Ah, pero no está muy bien que yo me burle de mi maridito de esa manera. ¡En todo caso es una buena persona, sí, es un encanto de maridito! ¡Tú deberías tener un marido así, Amelia! ¿De qué te ríes ahora? ¿Qué te pasa? ¡Dime! ¡Y además estoy segura, ¿sabes?, de que no me engaña! ¡Si, estoy segura! Porque él mismo me lo ha dicho… ¿A qué vienen ahora esas risitas?... Que cuando yo estaba de gira por Noruega aquella zorra de Federica intentó seducirlo, ¿te das cuenta de la infamia? (Pausa) ¡Claro que si llega a aparecer estando yo en casa le hubiese sacado los ojos! (Pausa) Para mí fue una suerte que saliese del propio Bob el contármelo. ¡No me hubiese gustado enterarme por el chismorreo! (Pausa.) ¡Y no vayas a creer que Federica fue la única! ¡Qué va! ¡Yo no lo entiendo, pero las mujeres andan completamente locas por mi marido! ¡El mío! ¡Deben creer que como trabaja en el Ministerio tiene influencia en los contratos del teatro! ¡Quizá tú también lo hayas pensado! ¡Pero ahora estoy segura de que él no se interesó nunca por ti y además siempre he tenido la impresión de que tú le tenías tirria, al menos eso pensaba yo!

(Pausa. Se miran una a la otra, azoradas).

Señora X. – ¿Por qué no vienes a pasar la Nochebuena en casa, Amelia? Anda, vente, aunque sólo sea para demostrar que no estás enfadada con nosotros. ¡Al menos que no estás enfadada conmigo! Yo no entiendo bien por qué, pero me es sumamente desagradable estar enemistada con la gente. ¡Y especialmente contigo! ¡Quizá porque me crucé aquella vez en tu camino (cada vez más lentamente), o no se por qué, realmente, no sé por qué!

(Pausa) Señorita Y (observa a la Señora X, con curiosidad).

Señora X (pensativa). – Ya desde que nos conocimos ha habido algo raro en nuestras relaciones… Cuando te vi por primera vez, me diste miedo, tanto que no me atrevía a perderte de vista ni un segundo. Me las arreglaba, en medio de todas mis idas y venidas, para estar siempre cerca de ti… Y como no me atrevía a ser enemiga tuya me hice tu amiga. Pero siempre que venías a nuestra casa se hacía un ambiente cargado, un cierto malestar, porque yo veía que mi marido no te aguantaba. Y me sentía molesta, como cuando llevas un vestido que no te está bien. Hacía todo lo que estaba en mi mano para que él se mostrase amable contigo, pero sin demasiado éxito… hasta el día en que anunciaste tu noviazgo. Entonces surgió una intensa amistad entre ustedes… Fue como si…, al menos así me lo pareció por un momento…, fue como si, por primera vez, se atrevieran a mostrar sus verdaderos sentimientos, ya tranquilos por la seguridad que te daba el reciente noviazgo… y entonces… ¿qué pasó entonces? Yo no tuve celos… ¡qué extraño! Y recuerdo que después del bautizo de nuestro hijo, cuando tu fuiste madrina, yo casi lo obligué a darte un beso… él lo hizo y aquello te dejó tan desconcertada… ¡bueno, yo entonces ni lo noté… tampoco me paré a pensarlo después… ni he pensado en ello hasta… ahora! (se levanta bruscamente).

¿Por qué no dices nada? ¡No has abierto la boca en todo el rato, no has hecho más que dejarme hablar a mí! Ahí sentada, mirándome, sin moverte, me has ido sacando todos estos pensamientos que andaban por mi cabeza como se saca la seda del capullo… pensamientos… quizá sospechas… déjame pensar… ¿Por qué rompiste tu noviazgo? ¿Por qué no volviste ya a nuestra casa después de aquello? ¿Por qué no quieres venir a pasar la Nochebuena con nosotros?


Señorita Y (hace un gesto como si quisiera hablar.)

Señora X. – ¡Calla! ¡No hace falta que digas nada, porque ahora ya lo entiendo todo! ¡Y no necesito tu ayuda! ¡Así es que fue por eso, por eso y nada más que por eso!

¡Claro! ¡Ahora sí que salen las cuentas! ¡Exactas! ¡Así son las cosas! ¡Qué asco! ¡No quiero estar ni un minuto más en la misma mesa que tú! (se lleva sus cosas a la otra mesa).

Es por eso que tengo que bordarle tulipanes – ¡esas flores odiosas!–. Es por eso por lo que tenemos que veranear en las playas del lago Melar, porque a ti no te sienta bien el mar. Es por eso por lo que mi hijo se tuvo que llamar Eskil, porque tu padre se llamaba así. Es por eso por lo que yo he tenido que vestirme con tus colores favoritos, leer tus escritores favoritos, comer tus platos favoritos, tomar tus bebidas favoritas… por ejemplo, tu chocolate. ¡Fue por eso… oh, Dios mío… es horrible, cuando me paro a pensarlo… es horrible! ¡Todo me venía de ti, todo lo que él me daba me venía de ti, hasta tus pasiones! ¡Tu alma se metió en la mía como un gusano en una manzana, y allí se puso a comer y comer, a excavar y horadar, hasta que no quedó más que la cáscara con una masa negra dentro! Quise alejarme de ti, pero no pude. Tú estabas allí como una serpiente mirándome con tus ojos negros y me hipnotizabas… yo sentía cómo las alas, al intentar volar, me arrastraban hacia las profundidades. ¡Yo flotaba en el agua con los pies atados y cuanto más movía los brazos intentando nadar más me hundía, más me hundía, hasta llegar al fondo, donde me esperabas tú, un gigantesco cangrejo, para agarrarme con tus poderosas tenazas, y ahí me tienes ahora!

¡Cómo te odio, Dio mío, cómo te odio, te odio! Y sigues ahí en tu silla, callada, tranquila, indiferente. ¡Indiferente, sí! A ti te da igual que haya luna llena o cuarto menguante, que sea Navidad o Año nuevo, que los demás sean felices o desgraciados. Sin capacidad de amar o de odiar. ¡Inmóvil como una cigüeña frente una ratonera, tú no podías sacar a tu presa por tus propios medios, tampoco estabas segura de conseguirla persiguiéndola, lo que sí sabías es que podías esperar con toda paciencia a que saliese de la ratonera! Y aquí sigues en tu rincón –¿sabes que lo llaman la ratonera pensando en ti?–, buscando en tus revistas noticias de calamidades, a ver si alguien se ha arruinado, si despiden a alguien del teatro. ¡Aquí estás observando a tus víctimas, calculando tus posibilidades como el práctico sus naufragios, recibiendo tus tributos!

¡Pobre Amelia! ¿Sabes que a pesar de todo me das mucha pena? ¡Sí, porque yo sé que eres muy desgraciada, como todas las personas ofendidas, y perversa, porque te han herido! Mira, yo, aunque quisiese, no podría enfadarme contigo… porque a pesar de todo tú eres la más débil… ¡Bueno, y lo de Bob no me preocupa lo más mínimo!

¡Qué me importa eso a mí en el fondo! ¡Y qué mas da si has sido tú u otra persona la que me ha enseñado a tomar chocolate!… ¡Me da exactamente igual! (toma una cucharadita de chocolate con aire de sabionda.) Además, ¡el chocolate es una bebida muy saludable! Y si he aprendido a vestirme de ti… pues tant mieux... ¡así conseguí que mi marido se fijase más en mí! Y en esa batalla tú perdías cuando yo ganaba. Sí, creo que a juzgar por ciertos detalles, ¡ya la has perdido! Claro que tú creías que yo me iba a marchar, dejándote el campo libre… como tú hiciste una vez… y de lo que tanto te arrepientes… ¡Pues mira, no lo voy a hacer! ¡Yo me quedo! Nosotras no debemos ser mezquinas, ¿sabes? ¿Y por qué voy a tener que contentarme siempre con lo que no quieren los demás? Al fin y al cabo, querida amiga, quizá sea yo en estos momentos la más fuerte… ¡Tú nunca recibiste nada de mí! ¡Yo nunca te dí nada, eras tú la que estaba dando siempre! ¡Y ahora te pasa conmigo lo que pasó con aquel ladrón nocturno del cuento, que al despertarte yo tenía en mi poder todo lo que a ti te faltaba! ¿Cómo explicas, si no, que lo que tocabas perdía su valor, se volvía estéril? Con todos tus tulipanes y pasiones no pudiste conservar siquiera el amor de un hombre, y yo sí. Tampoco lograste aprender de tus libros el arte de vivir, como lo aprendí yo. ¡Ni siquiera tuviste un pequeño Eskil, aunque tu padre se llamaba Eskil!


¿Y por qué estás siempre callada, callada y callada como una muerta? Fíjate que yo al principio pensé que era signo de fuerza. ¡Pero probablemente es que no tienes nada que decir! ¡Así de simple! ¿Y sabes por qué? ¡Porque ni siquiera eres capaz de pensar en nada! (se levanta y recoge las zapatillas.) Ahora me voy a casa… y me llevo los tulipanes… ¡Sí, tus tulipanes! Tú no quisiste nunca aprender nada de los demás. Tampoco quisiste doblarte como la hierba al viento… y por eso te partiste como una caña seca… ¡Y yo no me partí! ¡Gracias, Amelia, por tus útiles enseñanzas! ¡Gracias por haberle enseñado a mi marido a amar! ¡Ahora me voy a casa… a quererle mucho!

Clásicos del western: El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 1957) de Delmer Daves.


Dan Evans (Van Heflin) es un pequeño granjero que se está arruinando por culpa de una larga sequía. Ante la imposibilidad de conseguir un préstamo que aliviane su maltrecha situación, decide aceptar los doscientos dólares que se ofrecen por llevar a Ben Wade (Glenn Ford), conocido asaltador de diligencias, hasta el tren que se dirige a la prisión de Yuma. El problema es que la banda de Wade intentará rescatar a su líder antes de que esto se produzca.


3:10 to Yuma constituye la mayor aportación al western de Delmer Daves, talentoso artesano que nos legó, además del título que nos ocupa, algún que otro clásico dentro del género como Flecha rota (Broken Arrow, 1950), Jubal (ídem, 1956), La ley del talión (The Last Wagon, 1956) o El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, 1959). Sobre la presente película el director afirmó lo siguiente: “Intenté crear un nuevo estilo en la manera de contar una historia. Quise fotografiar esta historia como se habría hecho en los años 1870-1875: con una ausencia total de maquillaje y una búsqueda de las sombras negras, en vez de la habitual grisalla que se obtiene a causa de la luz de los proyectores”.


Partiendo de una portentosa y adusta puesta en escena de ecos expresionistas, Daves narra con admirable vigor este relato que gravita en torno a la relación fáustica que se establece entre sus dos caracteres principales: Wade, cual Mefistófeles goethiano, es un personaje atractivo, ambiguo y carismático, que lo mismo seduce a una joven tabernera que acaba con la vida de uno de sus hombres si el botín corre peligro. No dudará en tentar una y otra vez a Evans con promesas monetarias para que lo deje en libertad. Éste, por su parte, es un humilde granjero hastiado por no poder ofrecer a su mujer e hijos la vida de comodidades que ellos se merecen. Trasladar con éxito a Wade, se convierte para él en algo más que un simple encargo que le reporte unos cuantos dólares. Pese a la evidente contraposición de intereses, entre ambos irá surgiendo una progresiva complicidad que culminará en un inesperado final. 

El filme transita con habilidad desde la acción en movimiento de su primera parte hasta el estatismo claustrofóbico de la segunda. Es en este segundo acto, desarrollado mayormente en una habitación de hotel en la que Wade y Evans esperan la llegada del tren, donde la narración alcanza sus cotas más elevadas de tensión. ¿Qué ocurrirá durante ese tiempo? ¿Se dejará engatusar el necesitado granjero por su confiado rehén? ¿Llegará la banda de Wade para liberarlo? ¿Conseguirá Evans su propósito? Hagan sus apuestas… 


La dirección de Daves resulta notable, ensalzada por la magistral fotografía en blanco y negro de Charles Lawton Jr.. Destaca el uso frecuente de la grúa como medio para elevarse sobre el paisaje que se pretende encuadrar. 

Convincentes composiciones tanto de Ford como de Heflin. Este último da vida a un personaje que recuerda mucho al que unos años antes había interpretado en Raíces profundas (Shane, 1953), la obra maestra de George Stevens. 

En 2007, James Mangold realizó un espléndido y trepidante remake protagonizado por Russell Crowe y Christian Bale. En cualquier caso, nos seguimos quedando con la película original.

El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946) de Tay Garnett.


“Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nuestros vicios”. (William Shakespeare)

Gran Depresión. Frank Chambers (John Garfield) es un trotamundos sin empleo que encuentra trabajo en un apartado restaurante de carretera. El local está regentado por Nick Smith (Cecil Kellaway) y por su joven y bellísima esposa, Cora (Lana Turner). Pronto surge una fuerte atracción entre Frank y Cora, quienes empiezan a urdir un plan para librarse del señor Smith. 


Mítico clásico del cine negro que adapta con brillantez la novela homónima de James M. Cain. Más allá de sus inapelables virtudes fílmicas, a las que nos referiremos a continuación, la película ha pasado a la historia gracias, en parte, a la arrolladora y embelesante presencia de Lana Turner, acaso la femme fatale más irresistible y sensual de todo el género. ¿Qué hombre no se habría visto abocado al más profundo abismo de perdición por semejante mujer?

The Postman Always Rings Twice nos presenta una sórdida historia de amor, crimen y suspense teñida de trágico fatalismo. No cabe posibilidad de redención para aquellos que, marcados por Caín, no pueden eludir los caprichosos designios de un sino empeñado en hacer justicia.


El filme está narrado en primera persona por el personaje de Frank, cuya voz en off acompaña al espectador a lo largo y ancho del extenso flashback que abarca la práctica totalidad del metraje. La tórrida atracción que siente hacia Cora se hace palpable desde el inicio. Esa irrefrenable lujuria será correspondida casi de inmediato, iniciándose entre ambos una relación a espaldas del confiado e ingenuo marido, que más pronto que tarde acabará convertido en un estorbo que es preciso eliminar. 

El complejo guión de Harry Ruskin y Niven Busch está plagado de inesperados giros en la trama y situaciones de máximo suspense; la narración transcurre con loable fluidez y pulso en manos de Garnett; la música de George Bassman introduce notas que enfatizan la tensión del relato; y la precisa puesta en escena aparece envuelta por una gran fotografía en blanco y negro de Sidney Wagner. 


De entre las escenas que conforman este trabajo, me quedo con aquella en la que se presenta al personaje de Cora: un pintalabios rueda hasta Frank, que está sentado junto a la barra del restaurante. Enseguida un travelling se desplaza en dirección opuesta a la seguida por el objeto y se detiene frente a dos piernas femeninas. Un primer plano de Frank denota su anonadamiento. A continuación otro plano, en este caso entero, muestra a Cora enmarcada por una puerta. El seductor juego ha comenzado.

En 1981 Bob Rafelson realizó un apreciable y más explícito remake que contaba con Jack Nicholson y Jessica Lange como protagonistas principales. Pese a su interés, la versión de Garnett continúa siendo la mejor.


Las diez mejores películas del cine de terror.



La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935) de James Whale.



El quimérico inquilino (Le locataire, 1976) de Roman Polanski.



La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) de Ingmar Bergman.



Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) de Werner Herzog. 



Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju.



La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Roman Polanski.



Vampyr, la bruja vampiro (Vampyr - Der Traum des Allan Gray, 1932) de Carl Th. Dreyer.



El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969) de Terence Fisher.



Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock.



Dr. Jekyll y su hermana Hyde (Dr. Jekyll and Sister Hyde, 1971) de Roy Ward Baker.

Las diez mejores películas del cine bélico.



La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) de Terrence Malick.



Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) de Stanley Kubrick.



Apocalypse Now (ídem, 1979) de Francis Ford Coppola.



La vergüenza (Skammen, 1968) de Ingmar Bergman.



El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, 1925) de Sergei M. Eisenstein.



La condición humana (trilogía) [Ningen no joken I, II y III; 1959, 1959 y 1961) de Masaki Kobayashi.



La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962) de Andrei Tarkovsky.



Guerra y Paz (Voyna i mir, 1968) de Sergei Bondarchuk.



El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) de David Lean.



La balada del soldado (Ballada o soldate, 1959) de Grigoriy Chukhray.

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