El luchador (The wrestler) (The Wrestler, 2008) de Darren Aronofsky.


Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) fue una estrella del wrestling americano durante la década de los ochenta. Ahora trata de sobrevivir participando en bolos que se celebran en cuadriláteros de tercera durante los fines de semana, y que apenas le dan para pagar el alquiler de la caravana en la que vive. La relación que mantiene con su hija adolescente (Evan Rachel Wood), a la que abandonó años atrás, es prácticamente inexistente, y se siente atraído por una streaper madura (Marisa Tomei) que trabaja en un local nocturno que suele frecuentar.  


Realista y descarnado retrato relativo a la figura del perdedor que vive atrapado en la pesadilla vital que sigue al fugaz éxito, con el que Darren Aronofsky se alzó con el León de Oro en el Festival de Venecia de 2008; y que sigue la senda de los relatos clásicos sobre personajes derrotados que años atrás filmaron directores como Raoul Walsh o John Huston.

Bajo los títulos de crédito iniciales se nos muestran recortes de periódico, revistas y carteles enfatizados por la voz en off de locutores de la época que aluden al esplendor mediático de la carrera pasada del protagonista. Tras los mismos, vemos a Randy, veinte años después, sentado cabizbajo en medio de lo que parece un aula infantil. Un tipo del que no advertimos su rostro le acerca los pocos dólares que se han recaudado tras la función. Mediante este uso tan simple como magistral de la elipsis, el director nos expone el contraste entre pasado y presente, entre éxito y fracaso.


El carácter realista del filme se remarca con la utilización continuada de la cámara de mano, situada en muchas ocasiones tras la espalda del antihéroe, al que lo mismo acompaña a su entrada al ring como a la de la charcutería en la que consigue trabajo.

Si bien es cierto que la narración se atiene a ciertos y resobados tópicos que, por otra parte, sería difícil no incluir en este tipo de historias, la dignidad y el respeto que Aronofsky muestra hacia los personajes y sus circunstancias, hacen que la película se eleve por encima del drama fácil, convirtiéndola en una conmovedora historia sobre almas heridas.

Mickey Rourke realiza una extraordinaria y dolida interpretación de un personaje con el que su propia vida guarda más de un paralelismo. Su deformado rostro refleja a la perfección el exceso y los sinsabores de una vida de continuas fluctuaciones. No se queda atrás el trabajo de Marisa Tomei, por la que los años no parecen pasar, mostrándose bella y sugerente, pero también frágil y dañada. La actuación de ambos tiene buena parte de culpa del triunfo del filme.


La cinta también refleja la camaradería que se respira entre los profesionales del wrestling, así como los trucos con los que engañan a un público deseoso de violencia. Estas engañifas no impiden, sin embargo, que sus cuerpos inflados de esteroides sufran durante los combates.

Se agradece, además, que a lo largo del metraje se escuchen clásicos del rock de bandas como Quiet Riot, Guns N´ Roses, Ratt, Cinderella, Accept o Scorpions, entre otros.


The Wrestler es, en definitiva, una de esas películas que ya no se olvidan tras su visionado. Un ejemplo de gran cine en estos tiempos de mediocridad instalada.


Drácula de Bram Stoker (Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola.

"He cruzado océanos de tiempo para encontrarte".

Jonathan Harker (Keanu Reeves) es enviado a Transilvania con el objetivo de cerrar un trato inmobiliario con el misterioso conde Drácula (Gary Oldman), quien queda prendado del retrato de la prometida de su huésped, la joven e ingenua Mina (Winona Ryder), cuyo rostro resulta ser idéntico al de su fallecida esposa.


Coppola dio muestras de su indudable talento por última vez, con esta particular y fascinante revisión de la famosa novela Drácula del irlandés Bram Stoker. En su momento, el filme se vendió como la más fiel de las adaptaciones que hasta entonces se habían realizado de dicha obra. Una afirmación que resulta tan verdadera como falsa, ya que si bien es cierto que en determinados momentos la adaptación es casi literal, asumiendo incluso la estructura epistolar de su precedente literario, no lo es menos que, en cuanto a espíritu, se trata de la versión que más la traiciona. Puesto que la historia de amor que aquí se nos presenta, y que constituye el centro gravitatorio de toda la cinta, no formaba parte, ni por asomo, de la idea original de Stoker. 


Estamos, en cualquier caso, ante una gran película, a pesar de las muchas críticas negativas vertidas sobre ella por parte de renegados del género fantástico; hipnótica y barroca en su puesta en escena e inteligente en sus continuos homenajes al cine y a la historia del cinematógrafo.

El filme se inicia con un impresionante prólogo que plásticamente remite al Kagemusha de Kurosawa, y en donde se nos muestra cómo el personaje de Drácula pasa de combatiente cristiano a ángel caído sediento de sangre tras el suicidio de su enamorada. Al igual que ocurre con la novela, la mejor parte de la obra es la que transcurre en el castillo del conde: un lugar desangelado y tétrico, habitado por sombras y súcubos, que no resulta muy diferente del que aparecía en la obra maestra de Jean Cocteau La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), y en el que también hallamos reminiscencias del Vampyr de Dreyer (sombras que actúan de forma independiente con respecto a las figuras que las proyectan) y del Nosferatu de Murnau.


Los guiños a la historia y evolución del Séptimo Arte son constantes, con la utilización de sombras chinescas, sobreimpresiones, maquetas o la visita al cinematógrafo filmada con cámaras Pathé de manivela.

Gary Oldman realiza una performance cuasi sobrenatural encabezando un reparto notable; el diseño de producción es espectacular; el vestuario de Eiko Ishioka, con algún toque a lo Klimt, resulta deslumbrante; y la banda sonora del polaco Wojciech Kilar constituye uno de los score más excepcionales de todos los tiempos.

La descuidada narración (a veces la película parece una sucesión de brillantes secuencias a las que falta cierta continuidad) impide la redondez final del producto, aunque otorga al conjunto un halo de ensoñación (por momentos casi alucinógena, como en la llegada del barco de Drácula a Londres) que se adecua perfectamente al carácter sobrenatural de lo que se pretende transmitir. 


Mister Arkadin (Mr. Arkadin [Confidential Report], 1955) de Orson Welles.

Antes de exhalar su último aliento, un hombre moribundo que acaba de ser asesinado pronuncia un nombre: Mr. Arkadin. Un joven estadounidense (Robert Arden) y su novia (Patricia Medina), son testigos de la confesión e inmediatamente inician una investigación para saber quién se esconde tras ese misterioso nombre. Finalmente dan con él, se trata de un enigmático multimillonario (Orson Welles) que optará por contratar al joven para que indague acerca de su vida pasada, ya que dice no recordar nada.


Mister Arkadin (Confidential Report en su versión internacional) es uno de los más claros ejemplos de cómo el genio de Welles era capaz de superar innumerables dificultades y hacer interesantísimas películas con presupuestos risibles. Evidentemente está muy lejos de sus obras más logradas, pero tampoco es ese filme fallido de su filmografía que muchos han pretendido ver. El poderío visual de su autor se mantiene intacto, con sus barrocas angulaciones y su tacto expresionista en la puesta en escena, aunque Welles se excede en el uso de contrapicados, probablemente para ocultar la podredumbre material de la misma. El filme cuenta además con uno de los personajes más interesantes de toda su obra, pero el guión adolece de cohesión, mostrándose farragoso y enrevesado. Tampoco ayuda la narración, que resulta atropellada y difícil de seguir en numerosas ocasiones. En cualquier caso, se trata de una película de Orson Welles, lo que garantiza secuencias brillantísimas como el expresionista inicio en el puerto o la inolvidable y goyesca fiesta de máscaras.


También resulta impagable la galería de personajes extravagantes y pintorescos que aparecen a lo largo del metraje, entre los que encontramos desde un anticuario estrambótico hasta un amaestrador de pulgas. Todos ellos interpretados por magníficos actores como Akim Tamiroff, Michael Redgrave o Katina Paxinou. 

El filme podría considerarse como un hermano irregular y defectuoso de su Ciudadano Kane, cinta con la que guarda algunos puntos en común como la investigación en la que a través de las confesiones de distintos personajes se configura la verdadera identidad de un hombre poderoso. 

Buena parte de la película se rodó en localizaciones de Segovia (aparece su famoso Alcázar) y Valladolid, lo que Welles, amante de la cultura y constumbres españolas, aprovechó para filmar una secuencia que transcurría durante una procesión de Semana Santa.


No se me ocurre mejor manera de cerrar el comentario que reproduciendo la ya mítica fábula del escorpión y la rana que Mr. Arkadin declama en la fiesta de Carnaval:

“Un escorpión, que deseaba atravesar el río, le dijo a una rana:
-¿Puedes ayudarme a cruzar el río? No sé nadar.
-¿Que te lleve a mi espalda?- contestó la rana- Ni pensarlo. Te conozco. ¡Si te llevo a mi espalda me picarás y me matarás!
-No seas tonta- contestó el escorpión- ¿No ves que si te pico, te hundirás y yo, como no sé nadar también me ahogaré y moriré?
Este razonamiento convenció a la rana. Así que lo cargó sobre su espalda y empezaron a cruzar el río.
Cuando habían llegado a la mitad del mismo, el escorpión picó con su aguijón a la rana. De repente, ésta empezó a sentir un fuerte dolor y notó cómo el veneno se empezaba a extender por su cuerpo. Mientras se ahogaba, y con ella el escorpión, le dijo:
-Lo sabía. Pero, no lo entiendo ¿por qué lo has hecho? ¡Tú vas a morir también!
El escorpión la miró y le dijo, mientras él también se ahogaba:
-No he podido evitarlo…es mi naturaleza”.


Las diez mejores películas de los Años 90.


          1.  La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) de Terrence Malick.

Nunca una película bélica resultó tan bella y profunda, tan poética y cerebral. Una de las cimas de ese genio, casi siempre incomprendido, llamado Terrence Malick.


           2.  Carretera perdida (Lost Highway, 1997) de David Lynch.

La más oscura y aterradora expresión del universo lynchiano. Un paseo por los sombríos recovecos de la mente humana. Obra maestra absoluta.


            3.  Sin perdón (Unforgiven, 1992) de Clint Eastwood.

Este fantasmagórico y tenebrista western supone la última obra maestra del género, y probablemente la que sigue siendo la mejor película de su esencial autor.


           4.  Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) de Martin Scorsese.

Brillante y virtuoso ejercicio fílmico del gran Scorsese. Constituye su mejor obra en una década en la que también nos legó otras dos muestras de su enorme talento con La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) y Casino (ídem, 1995).


           5.  The Straight Story (Una historia verdadera) (The Straight Story, 1999) de David Lynch.

Emotiva y particular road-movie con la que Lynch cerró muchas bocas al demostrar una extraordinaria pulcritud clásica que remite a John Ford. Una de esas películas que nos hacen ser mejores personas. Imprescindible.


            6.  Eyes Wide Shut (ídem, 1999) de Stanley Kubrick.

La obra póstuma de un maestro. El tiempo comienza a colocar en su sitio a una película que es bastante superior a otras obras mucho más reconocidas de su enorme director.


            7.  Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) de Clint Eastwood.

Eastwood nos ofrece una inolvidable historia de amor otoñal en este clásico del cine romántico de todos los tiempos. Nadie ha filmado de forma tan conmovedora una oportunidad perdida bajo un torrente de lluvia que enjuga las lágrimas de los personajes y ¿por qué no decirlo? También las nuestras.


            8.  Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998) de Bill Condon.

Inspirado y doloroso retrato de la soledad, los recuerdos y el deterioro físico en esta magistral película, la gran olvidada de la década, que cuenta además con una de las mejores interpretaciones del decenio a cargo de Ian McKellen.


            9.  El Padrino III (The Godfather: Part III, 1990) de Francis Ford Coppola.

Coppola cierra su famosa trilogía con esta infravalorada tragedia de reminiscencias shakesperianas. Jamás entenderé la mala prensa que continúa teniendo esta extraordinaria obra entre buena parte de críticos y aficionados.


            10.  Ed Wood (ídem, 1994) de Tim Burton.

Nos encontramos ante la que es, sin ningún tipo de duda, la mejor película de su autor. Burton filma su particular Freaks en esta estrafalaria y encantadora historia de perdedores que supone un homenaje al cine en general, y a las cintas de terror y ciencia-ficción clásicas en particular. Y todo ello retratado bajo un brillante y expresionista blanco y negro.

4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007) de Cristian Mungiu.

Otilia (Anamaria Marinca) y Gabita (Laura Vasiliu) comparten habitación en una residencia universitaria durante los últimos años del comunismo. La segunda de ellas ha quedado embarazada y decide abortar, por lo que se ponen en contacto con el señor Bebe (Vlad Ivanov) para interrumpir el embarazo de forma clandestina.


Filme rumano que se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2007, cuyo título alude al período de gestación en el que se encuentra una de sus protagonistas.

Se trata de un drama de austera y realista puesta en escena que aborda el siempre polémico tema del aborto, y lo hace sin emitir juicios al respecto, presentando el asunto en su cruda desnudez, evitando efectismos y sermones.


La película se beneficia de una acertada exposición de ambientes sórdidos por los que transitan sus personajes, retratados con una fotografía tenebrista en la que predominan los grises y azules de tonalidades apagadas.

El uso en muchas secuencias de la cámara de mano refuerza el realismo de un relato duro en el que no caben las concesiones, y en el que ni siquiera se utiliza la música para enfatizar los estados de ánimo. Abundan, además, elaborados planos secuencia y largos planos fijos que relegan al montaje a una simple función ensambladora.


Su objetiva frialdad es quizás el mayor logro de una cinta que, por otra parte, es incapaz de ir más allá de la premisa que plantea. De hecho, apenas se hace alusión al turbulento contexto sociopolítico en el que se desarrolla, del que sabemos por un par de pinceladas y por el secretismo con el que actúan los personajes.

Uno de sus puntos a favor es la convincente interpretación de Anamaria Marinca, cuya Otilia se convierte en la verdadera y sacrificada heroína del filme. Sus angustiosos paseos por la desasosegante noche rumana con el objetivo de deshacerse del feto de su amiga son de lo mejor de una película que, aunque sobreestimada por buena parte de la crítica, resulta recomendable.

El Tesoro de Arne (Herr Arnes pengar, 1919) de Mauritz Stiller.


Tres mercenarios escoceses que se encontraban encarcelados por conspirar contra el rey sueco se fugan y asaltan la casa de Sir Arne, párroco del lugar, llevándose consigo un baúl que contiene un valioso tesoro. La doncella Elsalill (Mary Johnson), única superviviente de la matanza, se ve obligada a convivir con unos conocidos pobres en una casita junto a la orilla del mar helado. Allí conocerá a un joven de fortuna, del que quedará prendada sin saber que se trata de uno de los hombres causantes de su desgracia.


Cuando a Carl Theodor Dreyer le preguntaron por las películas que más le habían influido como director, hizo alusión a este extraordinario filme sueco obra de Mauritz Stiller, el mayor cineasta escandinavo del período silente junto con Victor Sjöström y el propio Dreyer. 

Se trata de la adaptación de una novela de Selma Lagerlöf, primera mujer a la que se le concedió el Premio Nobel de Literatura, cuya obra se caracteriza por el carácter difuso con el que se entrecruzan los ámbitos del sueño, la fantasía y la realidad. Sjöström también adaptaría de forma magistral otro de sus libros en La carreta fantasma (Körkarlen, 1921).


Stiller se centra en la conmovedora tragedia de una inocente chica de la que el destino parece burlarse en un relato plagado de superstición, premoniciones y apariciones de carácter sobrenatural o producto de conciencias culpables y dolidas.

Destaca la brillante utilización de sobreimpresiones que plasman las fantasmagorías que acosan a unos personajes incapaces de hacer frente a los designios del hado, y que da lugar a impresionantes secuencias como aquella en la que Elsalill sueña con el espectro de su hermana.

La acción se desarrolla durante un gélido y blanco invierno que se convierte en protagonista de la trama por la forma en que la condiciona, siendo el componente meteorológico un personaje más de un modo similar a como lo haría años después Sjöström en El viento (The Wind, 1928).


Mary Johnson lleva a cabo una dolorosa y sensible interpretación en una película en la que sólo la hermosa secuencia final ya justifica su visionado.

Mulholland Drive (ídem, 2001) de David Lynch.


          Betty (Naomi Watts) es una joven aspirante a actriz, que llega a la ciudad de Los Ángeles con la ilusión de convertirse en una estrella. Al alojarse en la casa que le ha dejado su tía, se percata de la presencia de Rita (Laura Elena Harring), una chica amnésica que ha sufrido un accidente de tráfico a la que tratará de ayudar a descubrir su identidad.


Mulholland Drive, una de las obras esenciales en lo que va de siglo, es un hipnótico y turbador relato que profundiza en el desalentador escenario al que van a parar los sueños rotos; una historia de amor y desamor con doloroso fondo y brillantísima forma. Lynch recubre con los ropajes del thriller clásico la aterradora desnudez de un subconsciente torturado, a la vez que disecciona de modo desasosegante el lado oscuro del sueño hollywoodiense.

La película es una pieza hermana de su anterior Carretera perdida (Lost Highway, 1997), su obra cumbre en mi opinión, y con la que guarda algunos puntos de conexión, ya que en ambas se huye de la catástrofe vital mediante una “fuga”: psicogénica en Lost Highway y onírica en la que ahora nos ocupa; aunque esa huida, siempre hacia el interior, no conduzca más que a la autodestrucción.


El director de Montana dota a su filme de un complejo y minucioso caligarismo, en el que todos los elementos que conforman el trastocado universo onírico se corresponden con otros de la realidad cotidiana a los que deben su razón de ser, mostrando, una vez más, su obsesión por el Doppelgänger hoffmaniano.

Resultan obvias las influencias del Bergman de Persona (ídem, 1966)  y La hora del lobo (Vargtimmen, 1967), así como del Hitchcock de Vértigo (De entre los muertos) (Vértigo, 1958), sin olvidar algunas obras expresionistas como El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920). Y es que Lynch es el único cineasta contemporáneo que merece ser reconocido como heredero del movimiento alemán. De hecho, desde un punto de vista puramente conceptual, probablemente sea el mayor expresionista que haya legado el cine.

A través de sus habituales atmósferas turbias y enrarecidas, el realizador nos presenta un puzzle con todas y cada una de las piezas. Corresponde al espectador colocarlas adecuadamente para su correcta comprensión.


Naomi Watts realiza una impresionante interpretación de un personaje lleno de matices, mientras que su compañera, Laura Elena Harring, cumple en su papel de mujer objeto cuya fragilidad nos recuerda a la de la Elizabeth Vogler de Persona. En ambos casos, ese carácter pasivo que parece subordinado a la mayor iniciativa de sus compañeras no es más que una apariencia.

Las sugestivas composiciones de Angelo Badalamenti completan la redondez final de un producto imprescindible.


El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis znaleziony w Saragossie, 1965) de Wojciech J. Has.


Principios del siglo XIX. Un oficial de las tropas napoleónicas halla en Zaragoza un manuscrito en el que se narra el extraño viaje del caballero Alfonso Van Worden (Zbigniew Cybulski) por Sierra Morena, donde una noche decide hospedarse en la misteriosa posada de Venta Quemada. 


Película polaca en la que fantasía y realidad se funden en una atmósfera de misterio, dando lugar a una surrealista y excitante aventura.

El filme adapta la obra homónima del ilustrado Jan Potocki, aristócrata que publicó su novela, una de las cumbres de la literatura gótica europea, en dos partes: la primera en 1804  y la segunda en 1813. El guionista Tadeusz Kwlatkowski se centra fundamentalmente en la primera de ellas, la que contiene todos los elementos fantásticos, inspirándose también en la segunda (Tres relatos de Avadoro), donde da rienda suelta a su inventiva narrativa con múltiples historias entrelazadas de corte más ligero y paródico.


Al igual que el libro de Potocki, la película utiliza la técnica narrativa de "cajas chinas" inspirada en el Decamerón de Boccaccio y en Las mil y una noches, donde los relatos se encuentran unos dentro de otros, con elementos de conexión entre algunos de ellos.

El tono del filme, en cualquier caso, es mucho menos sombrío y terrorífico que el de su predecesor literario, aunque capta acertadamente el halo esotérico, libertino y picaresco de la novela.


Como resultado nos encontramos ante una obra de impagable divertimento, que estimula espíritu e imaginación, y que ha sido admirada por cineastas como Buñuel, Coppola o Scorsese.

Es muy recomendable para los amantes del ocultismo, puesto que el recorrido del personaje principal se asemeja a una especie de viaje iniciático en el que se topa con cabalistas, espectros, endemoniados y ahorcados.


Muy destacables son la fotografía en blanco y negro de Mieczyslaw Jahoda y la música de Krzysztof Penderecki, que abarca desde la música clásica, pasando por los sonidos electrónicos modernos, hasta llegar al flamenco.

 Como dato curioso, cabe señalar que el autor de la novela, enfermo de sífilis y bastante trastornado,  creyó durante los últimos meses de su vida que se estaba convirtiendo en un hombre-lobo, por lo que acabó suicidándose con una bala de plata. 

El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel.


Robert Rainsford (Joel McCrea), cazador profesional, es el único superviviente de un naufragio que lo arrastra hasta la orilla de una desconocida isla. Allí, en su fortaleza, reside el conde Zaroff (Leslie Banks), un estrafalario millonario obsesionado con cazar a seres humanos.


Una de las joyas de la mítica productora RKO, a caballo entre el género de terror y el de aventuras, resulta clave por presentar a un “monstruo” enteramente humano en un tiempo en el que estaban de moda los seres sobrenaturales tras el éxito del Drácula y el Frankenstein de la Universal.

Se trata de una película bastante influyente, cuya sombra se ha venido proyectando sobre todas aquellas producciones que han trabajado sobre la premisa paradójica del cazador cazado. Hace unos años el cineasta David Fincher le rindió homenaje cinéfilo en su interesante Zodiac, lo que permitió a una nueva generación de aficionados descubrir este magnífico clásico.


El actor británico Leslie Banks, al que muchos recordarán por ser uno de los protagonistas de la versión británica de El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock, configura aquí a uno de los villanos más fascinantes de la historia del cine: el elegante, sarcástico y psicopático conde Zaroff. Un personaje deudor en muchos aspectos del Drácula de Tod Browning (véase, entre otras cosas, la presentación de ambos mientras bajan una escalera para recibir a sus huéspedes), aunque de mayor calado psicológico.

El guión de James Ashomre Creelman adapta una historia de Richard Connell y contiene algunos diálogos brillantes acerca de la dicotomía entre salvajismo y civilización que afecta al ser humano.


El filme, de ritmo absolutamente impecable, se beneficia de un excelente diseño de producción, destacando el lujoso, a la vez que lúgubre, interior de la fortaleza de Zaroff y la reconstrucción de unos escenarios de densa jungla que serían utilizados poco después en la filmación de King Kong, producción en la que también repetiría, y por la que se haría famosa, la rubia Fay Wray.

La gran fotografía de Henry Gerrard, que remite al cine expresionista, y la sobresaliente partitura de Max Steiner completan un conjunto realmente estimulante.

Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev.

El príncipe Hamlet (Innokenti Smoktunovsky) se siente afligido tras la repentina muerte de su padre, rey de Dinamarca. Una fría noche, tras ser advertido por su amigo Horacio y dos centinelas, se dirige a las murallas del castillo de Elsinor, en donde el espíritu de su progenitor le confiesa que ha sido asesinado, reclamándole venganza.


El Hamlet de Kozintsev, lóbrego y taciturno, no sólo es la mejor y más brillante adaptación de Shakespeare al cine, sino que constituye además, uno de los ejemplos más precisos de lo que supone la perfección cinematográfica.

Su maestría es tal, que no tolera comparación alguna con cualquiera de las otras versiones que se han realizado sobre esta obra a lo largo de la historia.

La sombría y minuciosa puesta en escena sublima esta fantasmagórica tragedia en la que se exponen las pulsiones más bajas y mezquinas del género humano, que no por verse revestidas de una máscara vital apropiada resultan menos deleznables.


Los primeros planos de la película, en los que las sombras de la muralla se proyectan sobre un mar embravecido, sirven como preludio al torrente de pasiones ocultas sobre las que gravita el drama.

Visualmente muy bello, el filme cuenta con varias secuencias en verdad memorables; como el trágico duelo final entre Hamlet y Laertes y la posterior procesión funeraria, el interiorizado monólogo del ser o no ser entre las rocas de un mar agitado, la representación de los actores delante del anochecer marino, la conversación con el polvoriento cráneo del bufón Yorick o aquella en que se nos muestra a la suicida Ofelia sumergida entre las aguas, y que remite en su concepción al cuadro de Millais.


 Pero sin duda, la que se sitúa por encima de todas ellas por su arrebatadora fuerza expresionista, es la de la aparición del espectro del padre sobre las murallas del castillo bajo un cielo encapotadísimo; una de las secuencias más poderosas que ha podido contemplar en una pantalla quien suscribe estas líneas, cuyo halo sobrenatural y misterioso se ve reforzado por la enorme partitura de Dmitri Shostakóvich (una obra maestra en sí).

No obstante, la película no funcionaría sin una performance adecuada de su protagonista, y en ese sentido considero que nadie ha interpretado tan bien el complejo papel de Hamlet como Innokenti Smoktunovsky, de aspecto aletargado y voz perfecta.


Una maravilla, en definitiva, esta adaptación del clásico de Shakespeare. Merecedora de ser visionada una y otra vez.

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